José Antonio y Caridad empiezan sus vacaciones en Lanzarote alquilando un coche. Tienen claro que no quieren montar en dromedario y su primer recorrido por Timanfaya les fascina. Es como un jardín zen de arena y rocas ampliado hasta el horizonte. Cada cono volcánico es tan perfecto y está tan bien individualizado en el paisaje como la pieza de un belén. La tierra negra parece barrida por una corte invisible de monjes budistas. Y en esa magna maqueta geológica, cada roca, cada fisura, cada bomba y cada colada volcánica parecen dispuestas en el sitio justo. Diseño sobrio, efecto máximo.
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La única huella humana es la carretera y nuestra pareja se apresta a abandonarla. ¡Llevan tantos meses sin tocar la tierra, de casa al trabajo y del trabajo a casa!. Ya cruje bajo sus pies la grava volcánica -balsámico murmullo- cuando hiere sus tímpanos un estridente silbato. Desde una loma un guardia les hace señas para que retrocedan. Ellos se hacían los suecos, pero en Timanfaya está prohibido pisar.
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Hace bien el Cabildo en proteger ese jardín mineral de los turistas. Ahí son nada miles de pies surcándolo todo, arramblando con lavas y corriendo dunas abajo, un mes tras otro. ¡La fuerza erosiva de los elementos!.
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Nuestra pareja se aloja en Costa Teguise. No está mal. De hecho Costa Teguise respeta en buena parte las normas de la arquitectura lanzaroteña -casitas bajas, plantas y materiales autóctonos, cierta integración con el paisaje-, y ofrece multiplicado hasta la saciedad todo cuanto un turista necesita: playa, hotel, supermercado, kiosco, buzón, tienda de recuerdos, pizzería, restaurante, teléfono, peluquería y coches de alquiler. Pero ahí se acaba todo. ¿Quieres ver una calle normal de pueblo, un bar con jubilados, una plaza donde jueguen los escolares?. Pues coge el coche. ¿Barcas de pescadores, una iglesia, un mercado popular?. Aquí no. ¿Comer papas arrugadas, queso majonero, sancocho, potaje canario, frangollo, bienmesabe?. ¿Qué, cómo dices?.
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